Los dos conciertos de este programa, separados por algo más de cinco años, presentan a dos Benjamin Britten muy diferentes. El primero, en Croydon, en diciembre de 1964, muestra a Britten en la cumbre de sus facultades. A los cincuenta y un años, está delgado y en forma, lleno de energía, con la mirada penetrante, el cabello castaño cortado corto. Ha puesto de moda el traje de su padre, que le ha prestado buenos y leales servicios en los años 1930 y 1940, y que completa con zapatos de charol. Acaba de componer el War Requiem, obra de prestigio internacional, y pronto le concederán la Orden del Mérito. Unas semanas después del concierto viajará a la India, en el marco de un año sabático a medias tintas.
El segundo concierto es la gala de reapertura de la sala de Snape Maltings en junio de 1970, tras un incendio devastador el año anterior. El cabello de Britten es gris, su rostro, abotargado, su aspecto, el de un anciano. Está vestido como para una investidura (de forma muy apropiada, ya que la reina asiste al concierto) y, aunque su interpretación de los dos movimientos centrales de la Tercera Sinfonía de Mendelssohn son un modelo de fogosidad y de retención, terminará el concierto dirigiendo escenas de su ópera Gloriana con la cabeza en la partitura, con el sudor corriendo por la frente y empañando sus gruesas gafas.
La interpretación que Britten ofreció de la Sinfonía n.° 40 de Mozart en 1964 resume muchos aspectos de su dirección. Se trata de imágenes reveladoras, con primeros planos de su cara sin sonrisa, y una concepción del concierto de orquesta filmado mucho más moderna de lo que se había visto antes con Britten. Algunos detalles son encantadores –especialmente el momento en el que se limpia la frente con el dorso de la mano que sostiene la batuta, en plena batida–, y lo que se desprende de esta interpretación sin melindres es la admiración de Britten por una obra que conocía bien desde su infancia. («El soberbio sol menor de Mozart», escribió a propósito de un concierto de Bruno Walter en 1934, «sin duda, la música más encantadora jamás concebida».) Se trata de un concierto de su tiempo, no solo por las imágenes de jóvenes con cazadora peinados como los Beatles entre el público, sino por la suavidad de la interpretación, su sutileza y el generoso vibrato de las cuerdas; pronto surgiría una nueva casta de directores mozartianos, e incluso si tuviera que recuperar el pequeño atril de cuerdas que Britten utiliza aquí (ocho primeros violines, seis segundos violines, cuatro violas, cuatro violonchelos y dos contrabajos), sus tempi rápidos y su sonoridad a menudo árida serían muy diferentes.
Britten es igualmente poco demostrativo cuando dirige su Nocturno en el mismo concierto –una evocación de pensamientos nocturnos y ambientes de todo tipo–. Ocasionalmente hay fogonazos de la mirada o gestos con el dedo, pero, en lo esencial, en esta difícil partitura, guía impasiblemente a sus músicos, que reaccionan contando como enloquecidos. Mantiene una ligera distancia, incluso cuando dirige su soberbia partitura sobre el Soneto 43 de Shakespeare («When most I wink, then do mine eyes best see») – «Cuanto más entorno los ojos, mejor ven»), dejando que la música ejerza su magia. Pears tiene una sonoridad fresca y dinámica y, aunque se aferra a su partitura –su memoria era entonces poco fiable–, no la utiliza. Esta interpretación es un complemento de la grabación en un estudio espacioso y coloreado que Britten y Pears realizaron del Nocturno, proporcionándonos una visión íntima de cómo los músicos trabajaban en público uno con el otro –el conjunto y el apoyo infalibles, la mirada de admiración de Britten cuando le da la mano a Pears al final del concierto–.
Paul Kildea (extractos)