Para cualquier pianista, los 24 Estudios de Chopin son uno de los pináculos obligados del repertorio. Como muy pocos otros compositores antes y después de él, Chopin supo idear exquisitos ejercicios tan brillantes y melódicos para el escucha como gratificantes para el intérprete. Presentar en un mismo recital los op. 10 y 25 completos equivale por lo tanto a lo que para un alpinista es el Monte Everest: comenzando y cerrando con los arpegios como tormentas del op. 10, n.° 1 en do mayor y el op. 25, n.° 12 «Océano», pasando por momentos de sublime ternura (op. 10, n.° 3 «Tristeza», y op. 25, n.° 1), hasta el virtuosismo casi aterrador de los op. 10, n.° 4 y op. 25, n.° 11 «Viento invernal».
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