¡Karina Canellakis (Nueva York, 1981) dirige con fuerza, intensa precisión y expresividad dos obras espectaculares del siglo XX al frente de una Orchestre de Paris en plena forma!
Si la sinfonía es el género instrumental abstracto por excelencia, ¿por qué entonces Ravel nombra como “symphonie chorégraphique” a una música destinada al ballet que describe el universo temático de una antigua novela clásica (siglo II A.C) sobre una pareja de jóvenes que descubre las intersecciones y los choques entre la amistad, el amor y el erotismo? La respuesta a esta aparente contradicción cae de inmediato en un (bien fundamentado, en este caso) cliché: Ravel sí era un gran orquestador y Daphnis y Chloé —unánimemente una de sus obras maestras— recorre las posibilidades de combinación, mezcla y alternancia entre las diferentes secciones e instrumentos de la orquesta con un colorido explosivo casi visual difícil de superar…
Al menos hasta que, treinta años después, la música orquestal recibe un nuevo regalo por parte del músico húngaro Béla Bartók, quien compone a propósito una nueva alquimia, nuevamente en la oposición de dos términos contrarios: “concierto” (forma musical en la que uno o varios solistas dialogan con el grupo orquestal) y “orquesta” (formación musical en la que no existe un solista como tal). El Concierto para orquesta de Bartók (Boston, 1943) recoge melodías folclóricas de su país, un tema de la Séptima Sinfonía Shostakóvich y atrevimientos casi excesivos en cuanto al manejo de los instrumentos musicales como grupo, pero por secciones (cuerdas, maderas, metales y —no podían faltar en Bartók— percusiones). La partitura ha sido analizada y leída desde diversos puntos de vista, uno de los cuales llega incluso a asociar cada uno de los cinco movimientos de la obra con las cinco etapas del duelo descritas por la psiquiatra suiza Elisabeth Kübler-Ross: negación, ira, negociación, depresión y aceptación (Beverly Lewis Parker).