En el Verbier Festival, Boris Berezovsky da un recital de piano. En el programa, Liszt y Schumann.
Tiene la constitución de un coloso, las manos de un titán o la fuerza de un emperador: Boris Berezovsky no deja a nadie indiferente. Capaz de asumir riesgos increíbles en la Sonata en si menor de Liszt, de sorprender por su resistencia y llevar al piano a parajes inexplorados, Berezovsky se inscribe en la gran tradición del piano romántico. Su interpretación es inspirada de principio a fin, su sentido de la forma coquetea con la improvisación, su potencia provoca vértigo. Sin concesiones, su visión de la Sonata de Liszt es demoníaca: su virtuosismo es enloquecedor, la energía fulgurante.
Con Schumann, el pianista es audaz y acusa de los contrastes. Nada languidece, cada frase avanza, se agita o se escapa de sus dedos robustos y ágiles. Apasionado, Berezovsky confiere a sus lecturas pianísticas la magia del instante, la habilidad de la recreación permanente. El piano se convierte en orquesta, poema o epopeya.