Procedente de una familia instalada en Nelahozeves, pueblo situado cerca de Praga, Antonín Dvořák abandona la escuela a los 11 años para aprender los oficios de su padre: carnicero y posadero. Pero las dotes musicales del joven Antonín no pasan desapercibidas. Su padre lo envía entonces a estudiar a casa de su tío en Zlonice y posteriormente a Praga a partir de 1857. Músico en la Prager Kapelle, Dvořák se familiariza con las grandes obras orquestales clásicas y contemporáneas. Dvořák, que goza del apoyo y el reconocimiento de sus colegas, es en vida incluso una figura importante del mundo de la música. Invitado a Alemania, Francia, Inglaterra y Estados Unidos, termina regresando a su país natal, donde asume la dirección del conservatorio de Praga. A su muerte en 1904, Dvořák deja una obra considerable cuyo éxito perdura hasta nuestros días.
En un período personalmente doloroso, Dvořák se dedica a la composición de su Stabat Mater, primera obra sacra del compositor. En un período de dos años, entre septiembre de 1875 y septiembre de 1877, Dvořák pierde a tres de sus hijos: Josefa, Ruzena y Otokar. Obra marcada por el duelo, la atención se centra exclusivamente en las voces de los solistas. La orquesta es discreta. Enigmáticas puntuaciones por los vientos vienen a llenar las transiciones musicales, largos valores murmurados por las cuerdas parecen suspender el tiempo en un lamento inmutable. Como esas misteriosas octavas que introducen la obra, el Stabat Mater de Dvořák parece abandonarse en un vacío insondable, tal vez el vacío emocional causado por la muerte prematura de sus hijos.