A lo largo de los ocasos estivales flamígeros de Lucerna, Claudio Abbado expresa su tropismo mahleriano, sin preocuparse por la numeración de las sinfonías ni por su cronología.
Después de la Segunda sinfonía (2003), la Quinta (2004), y antes de la Sexta (2006) y la Tercera (2007), la Séptima ofrecida el 17 de agosto de 2005, siempre con la Orquesta del Festival de Lucerna, de la que es director musical desde 2003. Un tropismo mahleriano que se remonta a sus años de formación con Hans Swarowsky en Viena, donde se familiarizó con la cultura de Europa Central, desde la literatura hasta las bellas artes.
Aunque ya ha grabado todas las sinfonías (Deutsche Grammophon), las lecturas de cada opus que ofrece con motivo del festival son totalmente nuevas. Frente a la pompa vulgar y los abismos dolorosos, prefiere la elegante fluidez y la claridad luminosa, incluso en esa «Canción de la noche» que es la Séptima sinfonía. Creada en Praga en 1908 por el compositor, la obra consta de dos movimientos denominados «música nocturna», un scherzo «como una danza de la sombra», e inspirada, según el director de orquesta Mengelberg, por el cuadro de Rembrandt La ronda de noche. Su andante amoroso (la primera música nocturna) es una espléndida conversación entre instrumentos solistas, entre los que figuran inusualmente una guitarra y una mandolina. Y para Abbado, no hay ningún príncipe de las tinieblas en esta «canción de noche», luminosa como la sonrisa que ilumina su cara cuando dirige.